domingo, 25 de noviembre de 2007

Espíritu detectivesco entre símbolos patrios (Laboratorio Tarrío - Grupo Sanguíneo, sexta entrega)

En la foto: la "lectura" que Gustavo Tarrío y Florencia Martínez hacen del tema de Café Tacuba
Cuando era chica jugaba con mis amiguitos a que teníamos una agencia de detectives. La idea había sido mía. En mi casa había una Olivetti de la que me había adueñado y con ella confeccioné las tarjetas de presentación de nuestra agencia. Se llamaba “¡Socorro! Detectives sueltos”, y surgía de la combinación de los títulos de mis dos programas de TV favoritos: “Socorro 5º año” y “Detectives de señoras” (teníamos 10 años y a ninguno de mis amigos lo dejaban ver o bien este último o bien ninguno de los dos, así que a mí –que siempre me dejaron ver de todo- me tocaba contarles a los demás de qué venía la cosa). Bueno, las tarjetas en cartulina blanca, escritas con tinta negra y roja (las dos opciones que permitía la cinta de la Olivetti) eran fantásticas y aún deben de andar por ahí, escondidas en algún oscuro rincón. Lo que hacíamos, entre otras cosas, era espiar a los autos que pasaban por la puerta de casa. Contar cuantas veces iban o volvían. Y crear conjeturas respecto a lo que podían estar tramando. ¿Un robo? ¿Un asesinato? ¿Un hombre engañando a su mujer o viceversa? Y en esas espías se nos iban las tardes. Creo que algo de detective me quedó, no sólo porque por momentos mientras tipeo algo en la máquina que tengo ubicada justo al lado de la ventana me descubro descorriendo la cortina y mirando hacia afuera, sino porque extendí esa “espía” a otras metodologías tal vez más socialmente aceptadas. Siento que hay algo detectivesco en entrevistar a alguien: averiguar vida y obra antes del encuentro, interrogarlo durante el mismo (sin la lámpara encegueciéndolo, de ser posible), presentar los resultados (en formato de nota) a quien ordenó el trabajo en primer término; y esperar que esté satisfecho, por supuesto. O en ver cine o teatro también (sobre todo este último). Aunque se trate de una puesta que está allí para que yo la vea, de alguna manera siento que hay algo que estoy espiando. Y ni hablar de los making off. Y ni qué decir de los work in progress. Y ni que hablar ni que decir del Laboratorio Tarrío Grupo Sanguíneo. Algo netamente detectivesco (casi casi uno va con la lupa). Y mucho más el martes pasado, cuando Tarrío me abrió las puertas para una “previa insider”. Me encantan las crónicas (lo que los yanquis llaman “reportajes”) de Capote, Walsh, Mailer, Wolfe, Talese. El nuevo periodismo, en síntesis. Eso que tiene tanto que ver con la observación, con la espía, con el estar en el lugar justo en el momento indicado, absorbiéndolo todo con los seis (sí, seis, no cinco) sentidos. Hay mucho, por supuesto, en el talento de estos hombres, que les permite trasladar todo eso con maestría al papel; pero también hay algo que depende de la capacidad para meterse, estar ahí, y observar atentamente. Otra vez el detective en acción. Más allá del eterno dilema sobre cuán vergonzosa o desvergonzada soy, enfrento un primer momento de timidez para aproximarme a algo. Un no querer molestar, ni tomar el codo cuando a uno le dieron la mano. O lo que sea. Que hace que a veces mis espías (o mis primeras espías sobre un determinado objeto) sean un tanto timidonas (lo mismo me pasa, por ejemplo, cuando tengo que tomar una fotografía). Así que algo timidona fue mi previa insider, por temor a molestar. La posición que tomé ni bien llegada y que casi no conseguí abandonar me permitió ver, sobre todo, como laburaba la gente de arte, armando la escenografía. Pero también pude apreciar las pruebas de luces, al director-genio yendo y viniendo, reacomodando unas sillas, acomodando luces, hablando con todos. Y también –dato no menor- lo conocí a Abelardo. Ya no fue la voz del otro lado del walkie-talkie sino un señor que caminaba por ahí y, entre otras cosas, se deshacía de unas telas y una escalera que se interponían en el camino de lo que allí estaba por suceder. Y cuando el resto del público ingresó, entonces sí, arrancó la segunda entrega de los símbolos patrios (¡sexta entrega ya del Laboratorio!). Parecida a la primera, pero distinta. En la primera parte se cambió la idea de guía en un museo por la de la inauguración de una exhibición, y con ello se abandonó lo estrictamente teatral. La onda era mirar las obras con un vinito en la mano, alrededor de lo cual se iban formando grupúsculos que, por lo que pude espiar, no siempre hablaban de las obras. Yo no me entretuve, pero más que nada, asumo, por todo mi reciente replanteo sobre quiénsoy-conquiénsoy-paraquésoy-quiénsepareceamí, que me tenía sola un martes en un teatro, como no podía ser de otra manera. Segunda instancia: arranque espectacular. Gustavo Tarrío y Florencia Martínez en una coreo sobre una canción de Cafeta que ya había espiado y ante la cual nunca sabré cómo hubiera reaccionado sin estar sobreavisada. Sobre el final se sumaba Guadalupe Rodríguez (a cargo de la asistencia de dirección). Magnífico. Lástima el falso contacto del retroproyector, que se apagaba en los momentos menos indicados y no permitió que esa cosa fantástica se luciera como se lo tenía merecido. Y el falso contacto siguió haciendo de las suyas mientras Piroyansky una vez más demostraba que todo lo que hace lo hace bien y dibujar es una de esas cosas. El agregado de esta entrega fue invitar a uno de los asistentes a oficiar de prócer, en vivo y en directo, lo cual el elegido hizo con mucha gracia y prestancia (no cualquiera se banca ser San Martín). Luego las fotografías de infancia. Esta vez a las chicas se sumó Martín, pero la pregunta que me queda flotando desde el martes es ¿dónde están las fotos de Juan Pablo? La elección de Tarrío, de mostrarlas por la pantalla de TV a través del uso de la cámara fue una variante interesante respecto a la entrega anterior, no sólo porque permitía una mejor visualización de las imágenes sino porque, al menos a mí, me hacía recordar a Foto Bonaudi, que la llevo en el cuore. El final fue otra vez un histérico baile, pero también unas interpretaciones fantásticas de Juan Pablo y Valeria (un prócer perseguido por voces del más allá y una campesina hostigada por una cámara parecida a la de Rolando Graña), y ese discurso final que intentan dar al unísono y digo intentan porque lo más interesante está en ese intento por momentos fallido pero por momentos logrado que habla de la conexión que hay entre estas cinco deliciosas criaturas perfumadas que se merecen seguir descollando las tablas (porteñas y mundiales) de aquí a la eternidad. He dicho.
Y siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!!!!!!!!!!!!!!! Pitos, matracas, serpentina, papel picado y carnaval carioca: se viene el Peronismo!!!!!!!!!!!
Por aquí: expectativas de delirios extremos.
Perón cumple, Evita dignifica, y los sanguíneos nos hacen revolcar de la risa.

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