domingo, 25 de noviembre de 2007

Domingos

Ella estaba recostada en una cama y su sobrina en otra. Se trataba de las dos únicas mujeres que quedaban vivas en la familia. Las camas estaban separadas por un estrecho pasillo. Su sobrina, a quien llamaremos Lily, estaba enferma. A pesar de ello, se la veía jovial, y algo falsamente esperanzador se desprendía de su mirada, de sus austeras palabras, de la actitud que tomaba al incorporarse lentamente entre las sábanas. Ella, en cambio, no se dejaba engañar por ningún artilugio tranquilizador. Todo iba a salir mal, como siempre, una vez más. Cuando la nube gris se instalaba sobre su cabeza, ningún cambio meteorológico de último momento podía disiparla. Pero ella no estaba enferma. ¡Qué extraño! Cualquiera hubiera pensado que ella sería la primera en enfermarse, la próxima en hacerlo. Eso supuestamente debía ser un hospital, pero ahora que miraba mejor se daba cuenta que se trataba de su propia habitación. Si no era ella la enferma y la cama no era la de un centro médico y las paredes no eran blancas sino que estaban llenas de posters, entonces aquello no era real sino que se trataba de un sueño. Y en ese momento se despertó.
Supo que Lily estaba sana, que ella tal vez estuviera enferma, que no había un hospital que las esperara en este momento, pero que la nube gris seguía instalada sobre su cabeza y que ellas dos eran las dos únicas sobrevivientes de la familia. Entendió que sobre-vivir es un término extraño: uno sigue viviendo por “sobre” la vida del otro que se acaba, pero tampoco “vive” tan de veras, así que no está mal cambiar el término “vivir” por “sobrevivir” porque uno deja de vivir de la misma manera y entonces… Se cansó de pensar en eso. Miró el reloj. Ya eran las 9 de la mañana. De un domingo. No era necesario levantarse. Si se tratara de un día de semana, la alarma del reloj la hubiera despertado una hora y media antes, y a esa hora ya estaría predisponiéndose para tomar el tren que la llevaría a su lugar de trabajo. Pero hoy era domingo. A diferencia de tanta gente, los domingos nunca la habían deprimido. Implicaban un almuerzo familiar, fútbol internacional en la tele, lecturas, películas, extensas charlas telefónicas; un descanso ameno y tranquilo. Si ese Dios que nunca existió se había tirado a mirar el cielo un domingo, porqué no habríamos de hacerlo nosotros. No deja de ser extraño que la vorágine que nos impone el sistema capitalista no nos permita disfrutar de estar tranquilos al menos un día. El punto es que ella ya no estaba tranquila. Ni los domingos ni ninguno de los otros seis días. Muchas cosas la agitaban, como si su cabeza y su alma y su sangre y su carne estuvieran metidas adentro de una coctelera (y Tom Cruise la tuviera en sus manos, practicando para protagonizar Coctail). El agite parecía no cesar nunca y era difícil saber cuál era la cabeza y la sangre, por ejemplo, o dilucidar qué quería hacer y, una vez que eso estuviera claro, empezar a comprender qué “podía” hacer con eso que “quería”.
Ya nada era como una vez había sido, y por mucho que repitieran por ahí que las cosas cambian, que la vida no es un compartimento estanco, y que la mar en coche, ella siempre había sido reticente a los cambios. “Carencia completa de habilidad para manejarlos (de modo que resulten positivos para mí misma)”, se decía. Claro que esto no hacía que los cambios se desvanecieran. Seguían estando allí, tan presentes, tangibles y verdaderos como ese teléfono que estaba a una distancia de centímetros y que por momentos la atormentaba. No quería depender. Ni de él, ni de nadie. Se conformaba con ser feliz de a ratos, pero le costaba maniobrar los momentos en que la felicidad no se hacía presente, esos pequeños domingos que se le aparecían cualquier día, a cualquier hora, de un momento a otro, sin enviar un telegrama que anunciara su pronta llegada ni datos acerca de la extensión de su estadía. Hoy era domingo, sin lugar a dudas. Domingo en el alma, en los pensamientos, en el cuerpo, y en el calendario. Cuando se cansó de dar vueltas en la cama se levantó y se dirigió al baño. Se miró al espejo y tardó en reconocerse. Nunca se había gustado, como puede ser que nadie se guste, pero más bien cómo no debe gustarse ninguna persona convencionalmente fea. O sea, que no cumpla los requisitos mínimos para ser convencionalmente linda. O sea, esa gente que no giran para mirarla por las calles. Aunque muchas veces giraran y la miraran. El punto es que a veces, cuando estaba tan derrotada, cuando no podía encontrarse en el espejo, se veía un poco más linda; porque claro, esa persona que estaba viendo ahí, en realidad no era ella. Su reflejo le estaba mostrando alguna otra persona que ella seguía sin saber bien quién era. Hacía poco alguien le había dicho que extrañaba a esa persona que ella alguna vez había sido y que ya no era. Sin lugar a dudas, ella la extrañaba aún más. Se lavó la cara, la secó y se apartó del espejo.
Hojeó algunos libros en busca de un pasaje que funcionara como llave que la condujera, de alguna manera, hacia eso que alguna vez había sido. Intentos vanos. Ni Capote, ni Hemingway, ni Kennedy Toole (ni tan siquiera Walsh) tenían en sus manos (páginas) la llave maestra. Con los libros en las manos intentaba explicarse porqué no se sentía cómoda prácticamente en ningún lugar, con ninguna persona. Porqué sentía que no encajaba con el resto (con ningún resto). Cómo crear un lugar propio e invitar al mundo a pasar. Quién podría querer visitar un lugar creado por ella, con su angustia, su vacío, su tristeza, su estupidez, sus reparos, su aridez, su autoindulgencia. “Si yo me parara ante esa puerta, pispearía, me alarmaría, y me retiraría, sutilmente”, pensó, y abandonó la idea de convertirse en una fiesta a la que invitar gente (o más bien un bar, ella jamás sería una fiesta).
Miró el reloj. No era de arena pero lo parecía. Los minutos se le presentaban a su imaginación como enanitos que se empujaban para avanzar. Podía verlos, pitufos gruñones haciendo fuerza: uno con los pies clavados en el piso, sin querer retirarse, el otro también clavado en el piso, pero forzando el cuerpo hacia delante, con las manos pegadas al cuerpo del otro y los brazos en pinza haciendo fuerza para empujarlo al vacío y hacerlo desaparecer por siempre; un enano minuto homicida que de un instante a otro pasaría de victimario a víctima, presa del minuto que se asomaba, amenazante, detrás suyo.
Los enanos presa de una tragedia cíclica e inevitable la mantuvieron entretenida un rato pero un sonido la distrajo y los pitufos se esfumaron para siempre. Era el celular, que alguna vez había sido una mentirosa compañía y ahora era, muchas veces, una incómoda inmiscusión en lo que fuera que su vida fuera (nada, probablemente). Leyó el mensaje, como quien no quiere, y lo hizo a un lado. Pensó que quería fumar pero no tenía cigarrillos. Quiso volver a los enanitos, pero ningún esfuerzo de la imaginación pudo devolvérselos. “Si tan sólo pudiera escribir”, pero no podía. Había escrito algunas cosas recientemente, pero quería hacer más… más… más… Y la depresión del domingo (incluso los otros seis días que el calendario no da en llamar domingo) la detenía. Algo la ataba y cualquier esfuerzo terminaba resultando vano; de una u otra manera siempre se quedaba a mitad de camino. De todo, no sólo de la escritura.
La mitad de camino era su punto fuerte. Nunca podía completar un viaje entero. Se debilitaba a medio camino, víctima de alguna intoxicación por comida en mal estado ingerida en alguna estación de servicio al borde de la ruta, o algo por el estilo. Si sus experiencias fueran una road movie de hora y media, la cinta se quemaría a los 45 minutos. Lo que no sabe es si los espectadores abuchearían, tirarían enardecidos pochoclo a la cabina de proyección, se quejarían con los acomodadores, o simplemente saldrían, con cara de alivio, de la sala, listos para comer hamburguesas hechas de lombrices en el fast food más cercano. No quería pensarlo demasiado. La cinta chamuscada, por lo menos, le parecía algo bastante poético.
Le gustaría ser más que una cinta chamuscada, obvio. Querría ser alguien que tuviera algo para dar. Querría no estar seca. Querría asomarse por la ventana en este momento y gritar algo. Como Brandoni, o mejor como Samantha Mathis. Querría asomarse y no tener miedo de caer. Querría poder dejarse caer en paz, si eso fuera lo que quisiera. Querría saltar sin pensarlo dos veces, sabiéndose salvada por la inmortalidad que promete el haber vivido de veras. Querría caminar hacia la cornisa… un pie se mueve delante del otro… los pasos son reales… “me estoy acercando… ya casi… creo que estoy saltando… el aire se siente fresco y eso a lo que me acerco debe ser el suelo…”. Y entonces un ruido. Bipbip-bipbip-bipbip. El despertador. Son las 7:30. Y aunque en su cabeza, en su alma, en su sangre y en su carne sea domingo, el calendario indica que es lunes, y a las 9 el tren la espera para llevarla al trabajo.

(Yo, 25/11/2007)

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