sábado, 21 de junio de 2008

Letters to Montgomery Clift: Sense of Belonging


I looked into the mirror and I wasn't who I was. I was just a guy trying on clothes with his family. Mrs. A was behind me; Amada, like a sister, nodded approvingly, partly distracted by clothes some distance away. In this Mirror World, I was normal, like everyone else. I worried about the pimples on my forehead; I wanted to learn how to drive; I wanted to go on a date. A Sense Of Belonging belonged to me. A spell was cast in Glendale.

* Letters to Montgomery Clift, Noël Alumit, p. 70.

Letters to Montgomery Clift I: BABY OH BABY


I bought a book. It cost over ten dollars, which was a lot of money for a kid. I bought it because it was about Monty. His face was on the cover. BABY OH BABY. I kept The Films of Montgomery Clift under my pillow when I slept. I kept it in my backpack when I went to school, walking with Robert close by.
BABY OH BABY, I thought, when I thought of Mr. Clift.
"Bong, please get me some Scotch tape", Mr. Lopez said. But he had to say it three times before I heard him.
BABY OH BABY, I thought when I kissed the book, a yellow book with Monty's exquisite face on top. Monty dressed in a suit, his warm eyes staring straight at me. Two creases were on his forehead and his hair was combed back, a sheen atop his head. Even though paper was what I felt on my lips, I kissed the book anyway.
"Bong! Get out of that bathroom! Ay, sose, it doesn't take that long to do what you gotta do!" Auntie Yuna screamed. I put The Films of Montgomery Clift in my backpack and walked out like nothing happened.
BABY OH BABY, I thought when I pressed myself against my pillow, imagining him.
BABY OH BABY, I whispered in the dark, alone.
I held myself. I didn't know what I was doing, but it felt good. Up and down.
I pressed against my pillow.
I held myself between my fingers. Tightly. Up and down.
I felt a grinding, an unscrewing. A knot being untied. It began down there. Starting from that loose patch of skin between my legs. I shook. And shook. And shook. And shook.
My white Fruit of the Loom underwear was no longer white. More gray. From the wetness that came from me. I threw my underwear away so no one could ever know what I did. What we did.
Mr. Clift. Montgomery. Montgomery Clift.
I discovered what BABY OH BABY really ment.

* Letters to Montgomery Clift, Noël Alumit, p. 23.

Letters to Montgomery Clift


Lo leí en dos días.

No podía parar.

Me tocaron el timbre cuando me faltaba una página.

Sacrilegio.

¿Cuántas cosas mías hay en Bong Bong?

De un tiempo a esta parte encuentro cosas mías en todos lados.

No recuerdo bien cómo me identificaba antes con los productos culturales (qué feo nombre le puse a las cosas que amo... en fin...).

Si alguien lee esto, y sabe inglés, y tiene tarjeta de crédito (o puede recurrir a una prestada -una vez más las gracias a Juan, Alejandro y Amazon): TIENE QUE LEER ESTE LIBRO.

domingo, 15 de junio de 2008

Ordinary People


Cuando era chica veía películas de grandes. Con mi mamá. Me encantaban. A los 6 tenía tres ídolos claros: Andrew McCarthy, Rob Lowe y Timothy Hutton. Entre todas las pelis que se marcaron a fuego en esos años de infancia está Gente como uno (Ordinary People).
La volví a ver infinidad de veces a lo largo de los años. Y la ví otra vez ayer.
Algún tornillo debía tener torcido desde chiquita, para engancharme con estas historias tan tristes, tan pesadas. Mi otra película favorita de Timothy Hutton era, justamente, el límite de lo angustiante: Un largo camino a casa (tenía 8 años cuando la ví por primera vez. Cuando terminó me encerré en el baño a llorar. No aguantaba más).
No puedo establecer ahora cómo me relacionaba con estas historias cuando pequeña. Sí sé cómo me relacioné ayer con Ordinary People. Estaba en la pantalla, era Timothy Hutton (ojeras incluidas) y quería que las sesiones con el psicólogo me funcionaran de la misma manera.
No puedo explicar cuánto me dolió y cómo amé Ordinary People ayer.
Cuando están en el Mc, Jeannine le pregunta a Conrad por su intento de suicidio. Qué sintió, qué lo llevó a intentarlo. Su respuesta se ancla. Y lo dice todo.
"I don’t know. It was like falling into a hole. It was like falling into a hole, and it keeps getting bigger and bigger and you can’t get out. And then, all of a sudden, it’s inside, and you are the hole and you’re trapped and it’s all over. Something like that."
Something like that.

domingo, 8 de junio de 2008

Teatro: Los Sensuales


La octava maravilla

Un padre espera. Sufre. Muere. A mazazos. En la cabeza. Asestados de algún modo por sus cinco hijos, que no saben (o tal vez no quieren saber) que son hermanos. Alejandro Tantanian y el más maravilloso grupo de actores que se podría juntar sobre un escenario hacen de esta escena de apertura la más determinante, potente, poética y multigenérica del teatro contemporáneo. La expresividad corporal y gestual de un fantasmagórico Ciro Zorzoli (en el papel de Teodoro Tigrov, el padre asesinado) es lo primero que se muestra al público. La atención (y la tensión) se activa entonces en el espectador, para no desactivarse hasta mucho tiempo después de abandonada la sala. Una música intrigante, de una potencia inaudita, comenzará a sonar, y sus cinco hijos surgirán desde el fondo de la escena, manejados por una fuerza irrefrenable, cual marionetas, en una magníficamente orquestada coreografía que, sensuales y violentos, con los ojos fuera de sus órbitas y la sangre hirviendo en sus cuerpos, los acercará, paso a paso, a la concreción del acto horrible que desatará la tragedia: el parricidio. Y el espectador ya no podrá escaparse: ha sido atrapado en las garras de los sensuales. Ya sabe (o cree saber) lo que le espera: música, coreografías, canciones, y una magnánima tragedia. No sospecha aún que estos elementos en mano de los nueve actores que dominan la escena pueden crear un coctail imprevisible que tal vez, si se fuera precavido y miedoso, debería ser bebido con moderación. Pero si algo no hay en esta puesta, es moderación; y el público lo sabe, lo festeja, y se entrega, con los ojos bien abiertos, a la desmesura de la pasión, la sensualidad y un teatro cien por ciento sanguíneo.

Tras esta muerte inicial, Odette Malheur (amante de Tigrov, hermana gemela de su ex esposa, ya muerta), lanza una maldición: los hijos de Teodoro pagarán por su muerte. Una nube tóxica se impone entonces sobre estas tres familias que, en el fondo, son una sola. Por un lado, los Malheur, quienes creen tener el poder en un principio. Y por otro, los Tigrov y los Richardson, hijos del muerto. La desaparición del padre conlleva una muerte de la ley, una subversión de los valores. En este caso, la maldición de Odette se expresa en un ardor en la sangre de los hijos, que parece llevarlos a querer unirse, mezclarse, fusionarse con su propia sangre. Amores entrecruzados entre parientes: correspondidos, cambiantes, no correspondidos. Pasiones incontenibles que brotan de los cuerpos, de las bocas, de las almas. Vidas vividas en un segundo. Un descontrol que sólo podría acabar en la tragedia.



La génesis de Los sensuales fue tan abierta que permitía arribar a cualquier resultado: Alejandro Tantanian se propuso en un principio trabajar con estos nueve actores y tomando a Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski, como punto de partida. Nada más estaba dicho y, de esta indeterminación inicial, propicia para las más variadas aventuras, se fue gestando la obra, que en algún momento iba a ser una revista y acabó convirtiéndose en un melodrama. Puede que haya habido mucho de juego en este proceso de gestación colectivo, porque lo lúdico se impone en el escenario. El trabajo de Pablo Rotemberg en las coreografías (sobre todo en el espléndido número que comparte con Diego Velázquez) da cuenta de esto. Y cuando las palabras ya no pueden decir lo que quiere expresarse, se abren paso las canciones, originales e interpretadas en vivo, como última vía por la que se desborda la presión sanguínea, pasional y sensual de cada uno de los personajes.

El vestuario dice también algo de ellos: nos habla de sus realidades, de sus sueños, de lo que son, del lugar en el que se plantan en la vida (una Odette Malheur de pasos pesados, duros y severos, dados con unas rústicas plataformas; un Damien Richardson contenido, introvertido y nervioso, prolijo y acotado en unos límpidos tonos pasteles; un William Richarson joven y vivaz alrededor del cual se van a desatar las más profundas y violentas pasiones, que desencadenarán en la tragedia, envuelto en un llamativo azul eléctrico). Una iluminación sutil colabora en la creación de un ambiente tan poco realista como poético y una escenografía mínima y sencilla permite que un mismo espacio se transforme en infinitos ambientes. El minimalismo propuesto desde estos dos rubros es una elección acertadísima para compensar los desbordes actorales, coreográficos y musicales de la escena.



Los actores se destacan (todos) en sus interpretaciones. Diego Velázquez es mágico como el enamoradizo Mijail Tigrov, un niño inocente siempre al borde del llanto con la sangre alborotada y el corazón cambiante. Pablo Rotemberg deslumbra una vez más con sus dotes como bailarín y pianista. Nahuel Pérez Biscayart, al mismo tiempo fuerte y vulnerable, es un perfecto objeto de deseo en torno al cual se enredan las más diversas pasiones. Javier Lorenzo se destaca como el sensual más sufriente, con la pasión más contenida. Mirta Bogdasarian estalla de amor en escena. Ciro Zorzoli deslumbra como aparición de ultratumba y Stella Galazzi, Gaby Ferrero y Luciano Suardi conforman una tríada de maléficos hermanos a los que nada les sale como lo habían planeado.

Con estos nueve actores, claro, nada podría salir mal. Con esta dramaturgia, tampoco. En un espacio tan sensual y acogedor como la sala Los Mansos, del Camarín de las Musas, menos.
Y así sucede, al fin. En Los sensuales, nada sale mal. Todo es perfecto, como un ensueño. Al espectador sólo le queda entregarse, abrirse, dejarse llevar por un espectáculo que le hará recordar que esto, justamente algo como esto, es lo que hace del teatro la octava maravilla del mundo.

Anabella Castro Avelleyra

Ficha técnico artística
Melodrama de Alejandro Tantanian
Elenco: Ciro Zorzoli, Mirta Bogdasarian, Diego Velásquez, Pablo Rotemberg, Javier Lorenzo, Nahuel Pérez Biscayart, Stella Galazzi, Gaby Ferrero, Luciano Suardi
Fotografías: Ernesto Donegana
Comunicación integral / Gráfica: Go Up! Group
Prensa: Duche & Zárate
Asistencia de dirección: Mariano Stolkiner
Meritorio de escenografía y vestuario: Cecilia Stanovnik
Asistencia de coreografía: Silvina Duna
Entrenamiento vocal: Sebastián Holz
Asistencia general: Martín Tufró
Producción ejecutiva: Romina Chepe
Colaboración autoral: Nicolás Schuff & Martín Tufró
Musicalización: Pablo Rotemberg, Alejandro Tantanian & Diego Velázquez
Letras de las canciones: Alejandro Tantanian
Letra de la canción de Teodoro Tigrov: Martín Tufró
Música de las canciones: Diego Penelas
Coreografía: Pablo Rotemberg
Luces: Jorge Pastorino
Escenografía y vestuario: Oria Puppo
Dirección: Alejandro Tantanian

Teatro: La asfixia

La asfixia (una vulgaridad que pretende ser naturalista)
De Andrés Binetti.
Dirección: Andres Binetti, Paula Andrea López
Actúan: Gisela Corsello, Meri Hernández, Luciana Meneses Portal, Luz Pescouvich, Alberto Santamaría, Matías Tímpani.
Funciones: Viernes 22:30 hs., en Templum, Ayacucho 318.
Teléfono: 4953-1513.
Entradas: $ 15 y $ 12.





Un dolor asfixiante


La habitación en la que tiene lugar la fiesta asfixia. Por eso, tal vez, los personajes se ausentan de ella cada tanto, en busca de un respiro. Pero vuelven a escena con los pulmones llenos del mismo aire viciado, sofocados por el vacío, la soledad, la angustia y lo tragicómicamente patético de las relaciones truncas. Imposible es para ellos escapar de aquello que los ahoga.
En La asfixia, Andrés Binetti y Paula Andrea López se alejan del espacio del campo, que supieron conquistar y hacer suyo en obras como Llanto de perro y La piojera, para meterse de lleno en la metrópolis posmoderna que, con otro vestuario, otros muebles y otros peinados, no hace más que repetir las problemáticas de tierra adentro: la tristeza y la ansiedad provocadas por unas relaciones que –no hay caso- no funcionan. Lo universal se actualiza en un nuevo ámbito: el asfalto le gana lugar al pasto y el fast food a la cantina, pero la esencia del dolor es la misma.
Esta vez, un grupo de amigos –y no tanto- se reúne en el living de una casa con motivo de una fiesta –que termina siendo muy poco festiva. Ahí cada uno, solo o en pareja –lo que parece ser una variante de la soledad, tal vez la más triste e irremediable-, dará a conocer sus pesares en monólogos que, a pesar de su dureza, se tiñen de comedia y logran arrancar más de una carcajada.
Porque la dramaturgia de Binetti consigue una vez más jugar con el absurdo, con el humor como herramienta para contar la más profunda miseria humana, como arma para que la identificación generada en el espectador resulte tolerable.
Aparece en escena una galería de personajes rotos pero en apariencia normales, que podrían haber salido tanto de un hospital psiquiátrico como del living de la casa de cualquiera de nosotros. Un pedófilo, un perdedor, una loca de remate, una virgen sexy y una empleada de una cadena de fast food siempre en busca de fiesta son sólo algunos de ellos.
Lo sexual funciona como pivote sobre el que gira la conversación que pone de manifiesto el peso que los asfixia. Triángulos, rectángulos, círculos viciosos que los unen y separan. La intimidad expuesta como un juego de mentiras –muchas veces aceptadas.
La obra avanzó mucho desde su presentación como work in progress en el Centro Cultural Ricardo Rojas en agosto del año pasado. Ahora se la ve más completa, más “redonda”, más orgánica, como si los personajes se hubieran encontrado a sí mismos y, en ese encontrarse, hubieran encontrado también el camino para llevar la obra a buen puerto.
Las actuaciones son sinceras y parejas. Cada quien juega su juego con certeza, convirtiéndose en una pieza que encaja a la perfección con las otras, logrando que la maquinaria funcione aceitadamente.
Como ya lo había hecho –y sigue haciendo- en Heise, Binetti aprovecha todas las posibilidades que le brinda la sala. Puertas y pasillos son incorporados en la escena, creando también un espacio off donde la acción sigue desarrollándose, fuera de la vista pero al alcance de los oídos del público.
La asfixia oprime el pecho, hace derramar lágrimas, produce carcajadas, hace perder la razón, confunde, cuestiona, explica, aclara. La asfixia es tan irremediable como necesaria. Y si, como sugiere el título, la asfixia es una vulgaridad que pretende ser naturalista, atrevámonos a ser vulgares. Y atrevámonos también a mirar nuestra vulgaridad reflejada en escena.


Anabella Castro Avelleyra



*Publicado en Crítica Teatral: http://criticateatral.com.ar/index.php?ver=ver_critica.php&ids=1&idn=1192